El Espíritu Santo: una base posible para una teología católica del pluralismo religioso

John T. Pawlikowski

ICCJ

John T. Pawlikowski

En mis muchos años de compromiso académico con el diálogo cristiano-judío, llegué a comprender hasta qué punto sigue siendo central la interpretación cristológica en las discusiones teológicas relativas a ese diálogo.

Hemos recorrido un largo camino teológico en las Iglesias en cuanto a la comprensión que tiene el cristianismo del judaísmo y del pueblo judío. Desde que el Vaticano aprobó el capítulo IV de la declaración Nostra Aetate sobre la relación de la Iglesia con las demás comunidades religiosas, fuera de la tradición cristiana, el concepto clásico de que los judíos fueron desplazados de la Alianza después del Acontecimiento de Cristo y como pueblo condenado a un estatus miserable y marginal en la sociedad humana, su papel de “pueblo testigo”, para usar la denominación que les dio Agustín, ha sido formalmente rechazado dentro del cristianismo. Ahora los cristianos afirman que los judíos siguen gozando de su inclusión en la Alianza después del acontecimiento de Cristo. Sin embargo, esta afirmación se combina casi siempre con la afirmación del significado salvífico universal de Cristo en documentos oficiales de la Iglesia, como el que publicó en ocasión del 50º aniversario de Nostra Aetate la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos en diciembre de 2015[1] y algunos teólogos individuales y líderes de la Iglesia, como el Cardenal Walter Kasper.[2] Estas dos afirmaciones aún no se unieron en un documento teológicamente integrado.

La cristología presenta un desafío especial para las relaciones cristiano-judías, pero también plantea dificultades para los demás diálogos en los que participa la Iglesia, con el Islam en particular, que reivindica algunos vínculos con el judaísmo y el cristianismo y sus textos sagrados, pero también se adjudica una experiencia de revelación más allá de las dos tradiciones que lo anteceden. Esta afirmación es especialmente perturbadora para las Iglesias dada su tradicional proclamación de la revelación definitiva en y a través de Jesús el Cristo.

Como alguien que lidió con este dilema teológico en muchos escritos durante varias décadas,[3] debo reconocer que, en cuanto cristianos, no podremos ampliar y profundizar las bases de nuestra teología del diálogo interreligioso ni con los judíos ni con otras comunidades religiosas hasta que empecemos a desarrollar una perspectiva teológica que transforme nuestra interpretación del acontecimiento de Cristo en una concepción que no reduzca automáticamente a los judíos y todas las demás tradiciones religiosas a un estatus fundamentalmente inferior. ¿Existe una manera en la que los cristianos puedan mantener una creencia en el significado universal del acontecimiento de Cristo y reconocer al mismo tiempo las contribuciones distintivas de otras experiencias revelatorias? Este ensayo intenta explorar si existe un camino dentro del marco cristológico para ese análisis. Debe destacarse su carácter provisorio, del mismo modo que el hecho de que este esfuerzo se inspira en el documento vaticano de diciembre de 2015 que celebra el 50º aniversario del llamado de Nostra Aetate para mejorar la reflexión teológica sobre la naturaleza de la relación teológica cristiano-judía y por extensión, la relación de la Iglesia con otras familias religiosas y espirituales.

Hace muchos años, cuando todavía era un estudiante de teología en la Universidad de Chicago, redacté un paper en el que analicé los términos “Cristo” y “Espíritu” en el Nuevo Testamento. Lo que más me llamó la atención fue que ambos términos parecían ser intercambiables en muchos de los libros, especialmente en las epístolas. Al recordar ese estudio en el contexto de mi trabajo actual sobre cristología dentro del diálogo cristiano-judío, así como en los intercambios interreligiosos más amplios, me empecé a preguntar si la clave para desarrollar esta discusión en forma constructiva no residirá en otorgarle un nuevo énfasis al papel del Espíritu. Hoy creo que debería ser así.

Mi conclusión tentativa me lleva a analizar en este documento las posibles implicancias de lo que se denomina “cristología del Espíritu” como una estructura básica para el avance de las perspectivas cristianas sobre las relaciones interreligiosas. La cristología del Espíritu formó parte del escenario teológico del cristianismo durante muchos siglos. Pero no generó demasiado interés en el contexto interreligioso. Hace algunos años, el Dr. Michael Lodahl, que estaba en ese momento en la facultad del College de Idaho en los Estados Unidos, escribió un libro en la serie Stimulus sobre relaciones cristiano-judías, publicado por Paulist Press. titulado Shekhinah/Spirit: Divine Presence in Jewish and Christian Religion.[4] Pero el libro recibió escasa atención en los ambientes de diálogo. En los últimos años, hemos visto cierto renacimiento no solo en los enfoques sobre la cristología del Espíritu profundamente enraizados en las teologías calcedonia y trinitaria, sino también otros, que desean ir más allá de la versión más clásica de la cristología del Espíritu y proponen una perspectiva cristológica en la que el Espíritu reemplace a Jesucristo como el punto focal cristológico. Los teólogos que proponen esta perspectiva consideran que su forma de cristología del Espíritu reemplaza a versiones anteriores de ese enfoque conocido generalmente como cristología del Logos. Esos teólogos suponen que es mucho más aceptable para la conciencia religiosa moderna poner el énfasis en la cristología en el Espíritu que en el Hijo Encarnado. Entre los que sostienen este punto de vista están Roger Haight, Norman Hook, Georffrey Lampe, Paul Newman, Hendrikus Berkhop, Piet Schoonenberg y James Dunn.[5] En el ambiente norteamericano, el más conocido es Haight. En Theological Studies escribe que “con cristología del Espíritu me refiero a una cristología que ‘explica’ cómo Dios está presente y activo en Jesús y en la divinidad de Jesús, usando el símbolo bíblico de Dios como Espíritu, y no como símbolo del Logos”.[6] Haight encontró una considerable oposición en círculos católicos y fue expulsado por su provincial como miembro de una facultad católica de teología. Halló un hogar parcial en el Union Thelogical Seminary de Nueva York, donde se dedicó a la investigación y desarrolló una limitada interacción con estudiantes.

En un reciente artículo en el Irish Theological Quarterly, el teólogo bautista Greg Liston consideró el esfuerzo realizado por los teólogos citados para reemplazar totalmente la cristología del Logos por su versión de la cristología del Espíritu como un “retorno” a ciertas perspectivas cristológicas tempranas, llamando a esta versión moderna ebionismo del Espíritu. Escribe lo siguiente:

Al intentar reemplazar la categoría de Logos por la categoría de Espíritu en la persona de Jesús, esta corriente de investigadores replica fundamentalmente los errores de la Iglesia primitiva en sus exploraciones cristológicas iniciales sobre el Espíritu. Al rechazar abiertamente las formulaciones de Calcedonia y Nicea, provocan la misma crítica y sufren los mismos defectos de sus contrapartes de la Iglesia primitiva. Para comprender plenamente la identidad de Jesús, ni el Espíritu ni el Hijo pueden ser negados o desatendidos.[7]

En este punto, me abstendré de entrar en una discusión sobre si la crítica de Liston realmente le hace justicia a la perspectiva ofrecida por Roger Haight y otros. Mi juicio inicial es que no los lee con total precisión.

Pese a su crítica, Liston muestra cierta apertura con respecto a la “cristología del Espíritu”. Sería una cristología del Espíritu en la cual la interpretación trinitaria del Ente Supremo está minuciosamente integrada en la expresión cristológica. Pero la integración no puede oscurecer de ninguna manera la realidad de Jesucristo como el Hijo de Dios.

Siento cierta simpatía por la crítica de Liston como por su abordaje de la cristología del Espíritu. Sin embargo, tengo algunas reservas. Sí: creo que en toda forma de cristología del Espíritu la dimensión corporal de la Encarnación debe conservar su lugar central. Pero a mi juicio, esa dimensión corporal depende básicamente de la unción del Espíritu del judío Jesús. Sin esa unción, sigue siendo un predicador judío del primer siglo; con esa unción, se transforma en Jesús el Cristo Encarnado. Liston aboga con razón por una integración de Cristo y el Espíritu, pero en mi opinión, todavía los mantiene en compartimientos bastante separados.

Al presentar el análisis de Lodahl en el libro mencionado, podríamos llevar esta discusión hacia una nueva fase constructiva, que también resulte útil para considerar una teología cristiana del encuentro interreligioso. Porque fuera de un contexto de relaciones cristiano-judías ofrece un punto de vista que preserva la humanidad concreta de Jesús e interpreta la presencia del Espíritu en el hombre Jesús de una forma que puede abrir ciertos vínculos con perspectivas religiosas que están más allá del cristianismo.

Lodahl sostiene al principio de su libro que no está presentando un punto de vista de teología trinitaria, o dicho de otro modo, una exposición de la tercera persona de la Trinidad. Intenta más bien comprender la cercanía de Dios con toda su creación. Lo dice con estas palabras: la cristología del Espíritu es “una manera de hablar sobre Dios ‘como cercano’ o en una relación activa con la creación, y especialmente con la humanidad”.[8]

En su libro, Lodahl destaca fuertemente la profunda conexión entre el hombre judío Jesús y el Espíritu. Pero su abordaje no es principalmente metafísico, como un camino a través del LOGOS joánico sino a través del testimonio de Jesús durante su ministerio público. El Espíritu, plenamente incrustado en la corporeidad de Jesús, le posibilita expresar la presencia dinámica de Dios dentro de la humanidad. Para Lodahl, cada encuentro con Jesús y el Espíritu es en última instancia, y fundamentalmente, un encuentro directo con Dios. En este sentido, Lodahl está cerca del pensamiento de Paul van Buren. Van Buren, que escribió tres importantes tomos sobre las relaciones cristiano-judías,[9] argumentaba en discusiones del grupo de académicos cristianos ecuménicos sobre relaciones cristiano-judías en el que yo fui un participante activo, que finalmente, lo que los cristianos han experimentado a través de Jesús y su ministerio es una mayor transparencia en cuanto a la profunda integración de la presencia divina en la humanidad y toda la creación. Van Buren parece sugerir que esa mayor transparencia era una dimensión singular del punto de vista cristiano, aunque no estoy seguro sobre este punto. Van Buren presentó esta idea en las discusiones del Christian Scholars Group. Nunca escribió realmente sus ideas. Iba a escribir un cuarto tomo que explicaría en qué forma impacta el diálogo cristiano-judío más ampliamente en el entendimiento interreligioso. Sin embargo, el libro tomó al final un giro diferente: en él, regresó a sus antiguas raíces barthianas y poco después, falleció de cáncer. Pero yo me he identificado con su énfasis en la transparencia, particularmente cuando se vincula con la insistencia de Lodahl en el Espíritu que actúa en el ministerio de Jesús. El tema que permanece para la discusión es si esa transparencia se relaciona únicamente con Jesús o podría ser captada a través de otros lentes religiosos, aunque fuera en forma parcial. Este tema es clave para toda discusión sobre el Espíritu en términos de una teología católica de pluralismo religioso. Si la respuesta es afirmativa, la cristología del Espíritu podría abrir sin duda nuevas puertas para el punto de vista de la Iglesia sobre otras comunidades religiosas. Si nos centramos en la dinámica cristológica presente en Jesús y manifestada en su ministerio, en vez de hacerlo básicamente o incluso en forma exclusiva en las dimensiones metafísicas de la cristología, podríamos encaminarnos hacia una mayor solidaridad espiritual con personas de otras tradiciones religiosas.

Como muchos de ustedes saben, he pasado la mayor parte de mi vida académica reflexionando sobre la cristología y las relaciones cristiano-judías. Empecé a desarrollar mis puntos de vista en el libro Christ in the Light of the Christian-Jewish Dialogue. Luego proseguí en Jesús y la Teología de Israel, varias colaboraciones en libros y revistas, y más recientemente en Restating the Catholic Church’s Relationship with the Jewish People: The Challenge of Super-Sessionary Theology.[10] Si se siguen detenidamente mis argumentos, queda claro que mi enfoque básico es ampliamente consistente, pero también ha evolucionado. En parte, esta evolución se debe a mi creciente participación en el encuentro interreligioso más amplio a través del Parliament of the World’s Religions (Parlamento Mundial de Religiones) y Religions for Peace (Religiones para la Paz). Tomé conciencia de que aquellos de nosotros que nos habíamos involucrado profundamente en el diálogo cristiano-judío debíamos encontrar una manera de vincular ese diálogo con la discusión interreligiosa más amplia. De lo contrario, las ideas que surgieran de ese diálogo quedarían marginadas. Esto me lleva a decir que el punto de vista expresado en el documento “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rom 11:29) publicado para el quincuagésimo aniversario de la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II por la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos de la Santa Sede es incompleto.[11] Por supuesto, acepto su insistencia en el carácter especial de las relaciones cristiano-judías. Pero aísla demasiado a esa relación de un encuentro interreligioso más amplio. Esta presentación, centrada en la cristología del Espíritu, representa una evolución posterior de mi pensamiento en este terreno.

Antes de hacer algunas reflexiones sobre la cristología del Espíritu como una base para un enfoque cristiano de las relaciones interreligiosas, debo resumir hasta dónde he llegado en mi libro más reciente. Estoy seguro de que se verán algunas conexiones entre mi posición cristológica básica y su giro hacia la cristología del Espíritu.

Mi enfoque cristológico se desarrolló fundamentalmente en el contexto de mi larga colaboración en el diálogo cristiano-judío y a través de mi participación más reciente en el diálogo interreligioso más amplio. En mis primeras reflexiones cristológicas, estaba significativamente impactado por los escritos del teólogo alemán Franz Mussner.[12] En sus obras, Mussner subraya los vínculos positivos de Jesús con la tradición judía. Al mismo tiempo rechaza toda interpretación del acontecimiento de Cristo que considere a Jesús como aquel que cumplió las profecías mesiánicas. Para él, la singularidad del acontecimiento de Cristo surge de la total identidad de la obra de Jesús, en sus palabras y sus acciones, con la obra de Dios. Como un resultado de la visión revelatoria en Cristo, el Nuevo Testamento, sostiene Mussner, habla con una “audacia antropomórfica” que no se encuentra en el mismo grado en las Escrituras Hebreas. Lo que Mussner no dice en este aspecto es que esa “audacia antropomórfica” es causada por el dinamismo de la integración del Espíritu con la corporalidad de Jesús. Para mí, esto es crucial. Jesús no actuó lejos del Espíritu. De hecho, el Espíritu fue la fuerza energizante detrás de sus acciones durante su ministerio público, un ministerio que le mostró el rostro de Dios a la humanidad.

En respuesta a la pregunta de qué experimentaron finalmente los discípulos en su asociación cercana con Jesús, Mussner habló de una “unidad de acción que extendió hasta el punto de congruencia de Jesús con Dios, una inaudita imitación existencial de Dios por parte de Jesús”. Pero esa imitación, insistía Mussner, coincide exactamente con el pensamiento judío de la época, una afirmación que algunos académicos judíos podrían desafiar. La singularidad de Jesús se encuentra en la profundidad de su imitación de Dios. De modo que para Mussner, la característica más distintiva del cristianismo, cuando se lo contrasta con el judaísmo, es el concepto de la encarnación, más que el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Con respecto a la encarnación, Mussner no estaba al tanto de que entre algunos académicos judíos habían surgido investigaciones sobre encarnacionismo, un tema sobre el que volveré más adelante en esta presentación.

Mussner amplió entonces el modelo cristológico. A su juicio, habían existido diversos enfoques generales para el significado teológico del acontecimiento de Cristo en la historia cristiana. Señaló dos de ellos, a los que denominó “Cristología del Profeta” y “Cristología del Hijo”. Como Mussner también plantea el desarrollo del pensamiento cristológico en la Iglesia primitiva, ubica cronológicamente la “Cristología del Profeta” antes de la “Cristología del Hijo”. La primera perspectiva colocaba a Jesús en la línea de los grandes profetas de la tradición bíblica judía, que manifestaban el “pathos” de Dios y unían sus palabras y acciones al plan divino para la salvación humana, un plan que culminaba en la vida, el ministerio y la muerte de Jesús. Por otro lado, la “Cristología del Hijo” se enfocaba fundamentalmente en la “palabra hecha carne” de la revelación cristológica, basada de un modo especial en el evangelio de Juan. Pero Mussner nunca consideró que estos dos enfoques se contradijeran mutuamente. Sin embargo, a su juicio, la “Cristología del Hijo” le agregaba una dimensión de superioridad a la “Cristología del Profeta” que luego diferenciaría a la fe cristiana de la judía.

En mi opinión, la perspectiva de Mussner es incompleta. Se realizaron nuevos trabajos académicos importantes sobre los vínculos positivos entre Jesús y la Iglesia primitiva con sectores del judaísmo de la época y una interpretación significativamente nueva de la cristología tal como fue articulada por Pablo en sus epístolas, que vuelven a resaltar la continuidad de los vínculos con la tradición judía. Pero le estoy agradecido a Mussner por llevarme, así como a buena parte de la discusión cristológica, de una idea de cumplimiento profético a un enfoque encarnacional. Su trabajo influyó en mi pensamiento y el empeño que puso en el desarrollo cristológico me abrió nuevas puertas de reflexión. Creo que su afirmación de que la “Cristología del Profeta” y la “Cristología del Hijo” pueden combinarse fácilmente está sobrestimada y que nunca llevó la “Cristología del Hijo” en dirección a una “Cristología del Espíritu.”

A diferencia de Mussner, yo llegué a la conclusión de que los teólogos cristianos deben tomar una decisión concreta para basar sus reflexiones cristológicas en un enfoque específico, especialmente si esperan elaborar un concepto cristológico que sirva más fácilmente como base de una teología de relaciones interreligiosas, en particular con el judaísmo. De modo que me alejé del uso de la “Cristología del Profeta” como una base viable. También rechacé otro enfoque cristológico clásico como punto de partida: el concepto patrístico de la redención humana por el lavado del pecado humano a través de la sangre de Cristo. Jon Levenson y Kevin Madigan de Harvard exploraron esa vía en un libro conjunto que publicaron hace algunos años.[13] Aunque valoro su erudición, en última instancia no han convencido de que ese camino cristológico pueda llevar a una teología contemporánea de relaciones interreligiosas por parte del catolicismo. Reconozco que esos dos enfoques cristológicos están todavía profundamente arraigados en la perspectiva de la fe cristiana, especialmente en los textos litúrgicos.[14] Por eso, no será fácil dejarlos de lado, aunque ahora estoy convencido de que esto deberá ocurrir si queremos experimentar un progreso genuino en la construcción de una teología de relaciones interreligiosas. Pero Nostra Aetate le ordenó a la Iglesia que creara un vínculo teológico con otras comunidades de fe. En mi opinión, esa orden solo puede cumplirse efectivamente en el marco de un enfoque encarnacional de la cristología.

A través de los años de mi reflexión sobre la cristología a la luz de las relaciones interreligiosas, en particular los lazos de la Iglesia con el judaísmo, he trabajado dentro de una perspectiva encarnacional, con un énfasis en el desarrollo gradual de lo que llamamos cristología, un término que les habría resultado bastante incomprensible a los primeros seguidores de El Camino, como se denominaba originalmente a los cristianos. La perspectiva cristológica básica que he expuesto en mis escritos anteriores permanecen aún hoy como punto de partida de mi enfoque. Sigo sosteniendo que lo que finalmente se reconoció con claridad por primera vez a través del ministerio y la persona de Jesús fue cuán profundamente estaba integrada la humanidad en la biografía divina. Esto implica a su vez que cada persona humana participa de la divinidad. Cristo es el símbolo teológico -- usando “símbolo” en el sentido más profundo del término-- que eligió la Iglesia para tratar de expresar esa realidad. Como lo señalan los últimos estratos del Nuevo Testamento, esa humanidad existía en la Divinidad desde el comienzo. La humanidad formaba parte de la esencia divina desde el mismo comienzo, independientemente de cómo se describa el “comienzo”. Por lo tanto, en un sentido muy real podemos decir con Pablo que Dios no se convirtió en una persona humana en Jesús, a menos que limitemos “humano” a un carácter físico. Dios siempre tuvo una dimensión humana. La humanidad fue una parte integral de la Divinidad eternamente. Sin embargo, el acontecimiento de Cristo resultó crucial para la manifestación de esa realidad en el mundo. En este aspecto, me sentiría bastante cómodo usando el término de Paul van Buren “transparencia” en relación con el vínculo divino-humano al describir el aspecto más significativo del acontecimiento de Cristo.

El concepto anteriormente citado, permítanme aclararlo, no presupone ninguna ecuación simplista entre Dios y la totalidad de la humanidad. Una interpretación de esa naturaleza constituiría una lectura incorrecta de mi enfoque. En mi perspectiva, sigue existiendo un abismo por siempre infranqueable entre Dios y la humanidad. Por otra parte, a pesar del íntimo vínculo con Dios dado a conocer a la humanidad a través del acontecimiento de Cristo, la humanidad sigue siendo consciente del hecho de que ese Dios es el Creador último de la vida compartida con los hombres y las mujeres como un don. Tampoco significa que no exista una dimensión única en la unión de la humanidad y la divinidad en el propio Jesús. La humanidad nunca habría alcanzado una conciencia plena de su vínculo último con Dios sin la revelación explícita producida por el acontecimiento de Cristo. Aunque este acontecimiento nos permite experimentar una nueva cercanía con Dios Creador, nuestra humanidad nunca compartirá la misma intimidad con la naturaleza divina que existió en la persona de Jesús.

Este vínculo intrínseco con la divinidad, basado a veces en el pecado humano, es lo que está en el corazón de lo que llamamos salvación o redención. El camino de la redención/salvación es el camino de la superación gradual de la alienación dentro de esta relación causada por el pecado individual y comunitario. Es el camino de la reconciliación final entre lo divino y lo humano. Los cristianos conservan la esperanza con respecto a este proceso porque el vínculo entre la humanidad y la divinidad nunca se rompió del todo a pesar del pecado y ese vínculo se reafirmó en la resurrección. Es posible que otras tradiciones religiosas basen su esperanza en concepciones teológicas diferentes. El desafío que enfrentamos en el diálogo interreligioso es averiguar si existe alguna correspondencia entre las diversas concepciones. En este punto, me referiré a lo que considero un punto clave en la declaración ampliada de 2001 de la Pontificia Comisión Bíblica.[15] Aunque esta declaración estaba destinada ante todo al diálogo cristiano-judío, creo que tiene algunas implicancias para el diálogo interreligioso más amplio.

Dado que la Pontificia Comisión Bíblica se encuentra dentro de la jurisdicción de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) y el documento tiene una introducción positiva del entonces prefecto de la CDF, el cardenal Joseph Ratzinger, su perspectiva adquiere un significado especial. El texto clave que se encuentra en la Parte 1A, párrafo 5, aunque sigue siendo un poco indirecto, dice lo siguiente: “Nosotros como ellos (los judíos) vivimos en la espera. La diferencia está en que para nosotros Aquél que vendrá tendrá los rasgos del Jesús que ya vino y está ya presente y activo entre nosotros”. Si bien esta declaración afirma ciertamente un cumplimiento mesiánico en y a través de la persona y del ministerio de Jesús, parece sugerir que ese cumplimiento mesiánico aún no está completo. Podríamos decir entonces que la concepción escatológica judía agrega algo que es crítico para completar la comprensión mesiánica (o podríamos decir, escatológica). Un “rasgo” crítico visible en y a través de Jesús podría ser de hecho la mayor transparencia en nuestra comprensión del vínculo divino-humano que se halla en el corazón de la cristología encarnacional. Esa declaración también abre la posibilidad de que no todos los rasgos mesiánicos se hayan visibilizado en y a través de Jesús sino que de hecho fueron expuestos dentro de perspectivas mesiánicas judías y quizá también en otras comunidades religiosas. El documento PCB también sostiene que las concepciones mesiánicas judías no son en vano, un punto que el cardenal Ratzinger respalda explícitamente en su introducción. Si no son en vano, al parecer deben tener algún significado positivo para la percepción cristiana del cumplimiento escatológico o la redención/salvación final. Por último, la declaración parece legitimar un análisis sobre si los “rasgos” que ven los cristianos en y a través de Jesús pueden ser expresados en un conjunto diferente de categorías y símbolos teológicos.

Me doy cuenta de que lo que acabo de decir sobre posibles implicaciones del documento PCB tanto para el encuentro cristiano-judío como para el diálogo interreligioso más amplio puede ser una exageración en los términos del verdadero texto. Pero creo que un análisis teológico textual tiene el derecho y la responsabilidad de mirar más allá del sentido simple (es decir, inmediato) de un texto. Con ese espíritu sugiero que el énfasis del documento en los rasgos mesiánicos puede ofrecer una apertura hacia reflexiones más amplias, que vayan más allá de los parámetros del diálogo cristiano-judío. Esas reflexiones deberán incorporar los conocimientos adquiridos en los últimos cincuenta años en el diálogo cristiano-judío y los encuentros con otras tradiciones religiosas.

En este punto, permítanme agregar que también es necesario empezar a explorar las implicaciones escatológicas de una presencia encarnacional en toda la creación. Algunos teólogos cristianos africanos están empezando a investigar en ese terreno, y debemos incorporar sus reflexiones al actual análisis del encarnacionismo y la cristología del Espíritu en el contexto del diálogo interreligioso.[16] ¿Es la reconciliación humana con el mundo natural una parte integral de la realización escatológica? De ser así, y creo que lo es, el Espíritu tal como es interpretado en diversas comunidades religiosas puede desempeñar un papel crucial donde siempre se ha considerado que el Espíritu reside tanto en la humanidad como en el mundo natural. Y algunas comunidades religiosas preservaron históricamente ese sentido de la presencia dinámica del espíritu en el mundo natural mucho mejor que el cristianismo.

Permítanme ahora volver a los puntos de vista de Michael Lodahl como base para construir una teología del encuentro interreligioso fundada en la presencia dinámica del Espíritu, un dinamismo exhibido a través de la corporeidad de Jesús en particular a través de su ministerio público. Lodahl dedica muchas páginas de su libro a revelar nociones clave sobre la comprensión de la presencia del Espíritu en el judaísmo que tanto influyó en Jesús.

Hay una riqueza en palabras como Rúaj y Shejiná que pueden contribuir tanto para un abordaje teológico específicamente cristiano al encuentro interreligioso como para una perspectiva interreligiosa más amplia que puede recoger la riqueza encarnada en esos términos de las Escrituras Hebreas. Lodahl ha demostrado que esos conceptos son fundamentales para la construcción de una cristología del Espíritu que le otorga una gran importancia a las actividades de Jesús durante su ministerio público, cuyo objetivo era la afirmación y la reconciliación. Estas actividades le proporcionaron a la humanidad un modelo para lograr la redención y la reconciliación. A través de esas actividades, Jesús reveló el poder del Espíritu infundido en la creación en razón de la Encarnación. La teología cristiana seguirá sosteniendo una única integración del Espíritu en Jesús, pero puede y debe destacar al mismo tiempo que el poder de ese Espíritu mora en toda la creación y que toda la humanidad puede apropiarse de él aunque otros empleen términos lingüísticos diferentes a los de los cristianos. De este modo, un énfasis cristiano en la cristología del Espíritu puede tender algunos puentes positivos entre el cristianismo y otras comunidades religiosas. Por supuesto, esto sucedería con el judaísmo, como lo demuestra apropiadamente el libro de Lodahl. No soy bastante versado en otras tradiciones religiosas como para hacer afirmaciones audaces. Pero sospecho que existen conexiones que deben ser exploradas. La cristología del Espíritu también puede establecer algunos vínculos con las tradiciones religiosas de Asia en particular, donde la reconciliación interior entre Dios y la creación es un objetivo primario. Se puede ver que existe un interés en esta clase de exploración en una contribución de un libro de Palgrave Macmillan, publicado por Edmund Chia, de la Universidad Católica de Australia de Melbourne, titulado Interfaith Dialogue: Global Perspectives. El capítulo particular de Jojo M. Fong investiga qué podrían aprender los cristianos de la Pneumatología Chamánica.

En el contexto de la discusión anterior, debemos hacer dos observaciones adicionales. Hace algunos años, cuando se estrenó la película de Mel Gibson La pasión de Cristo, me uní a más de cien académicos para objetar enérgicamente su potencial antisemita. Pero también señalé que yo tenía otro problema fundamental con el filme, referente al concepto de salvación en y a través de Cristo y al cristianismo mismo. La película de Gibson hacía parecer que, en definitiva, el único periodo importante en cuanto a la obra redentora de Jesús fue aquel que hoy celebramos en Semana Santa. La película no mostraba prácticamente nada sobre el significado de los tres años del ministerio público de Jesús. Para Gibson, lo que importaba era el derramamiento de sangre de Jesús en el Calvario.

A través de los años, se puso un énfasis excesivo en la así llamada narrativa de la Pasión, separada de los acontecimientos del período del ministerio público de Jesús. La realidad, tal como yo la veo, es que Jesús murió en el Calvario por lo que hizo y dijo durante su ministerio público. Los días de la Pasión constituyen sin duda un elemento integral del modelo de redención/salvación que nos proporcionó Jesús. Pero la palabra clave es “integral”. La Pasión es la culminación del camino redentor de Jesús y no se la puede comprender adecuadamente sin conectarla con el ministerio regido por el Espíritu de los tres años anteriores al Calvario. La muerte de Jesús muestra claramente la posibilidad realista del sufrimiento y de la muerte cuando se adhiere al modelo redentor/salvífico que Jesús nos presentó durante los tres años de su ministerio público. Con respecto a ese ministerio, permítanme aclarar mi uso de los términos “redentor” y “salvífico’: ambos liberaban a las personas de su condición pecadora, adquirida por nacimiento o a través de acciones pecaminosas concretas, y también las ayudaba a ir en dirección a la reconciliación final con el Dios Creador. “Redención” cubre la primera parte, “salvación” se refiere a la reorientación constructiva de la propia vida a través del poder del espíritu hacia el significado radical de la palabra salvación: plenitud.

Otro punto que debe destacarse en este contexto es la importancia de la fundamental condición judía de Jesús. Una vez asistí a una presentación del académico interreligioso Wesley Ariarajah, que trabajó en el Consejo Mundial de Iglesias en Ginebra y posteriormente actuó en la facultad de la Universidad Drew durante un diálogo cristiano-judío realizado en el Templo Emmanuel de Nueva York y copatrocinado por el Consejo Mundial de Iglesias.[17] En esa conferencia, Ariarajah sostuvo que aunque aceptaba plenamente la judeidad de Jesús en el plano humano, esa realidad tenía para él un escaso significado teológico. Como teólogo cristiano asiático, él estaba mucho más interesado en los vínculos entre las enseñanzas de Jesús y el budismo. Por supuesto, no objeto la exploración de esos vínculos. De hecho, en este texto estoy propugnando esa clase de exploración. Pero para entender realmente las enseñanzas de Jesús debemos verlas en su contexto judío. El Espíritu obró a través de una persona totalmente judía. Como lo mostraron algunos académicos como Amy-Jill Levine y el difunto Clemens Thomas en sus escritos, la falta de comprensión del contexto judío de las enseñanzas de Jesús llevó a una significativa distorsión de su perspectiva.

Para redondear mi presentación, permítanme volver al terreno que conozco mejor, es decir, las relaciones cristiano-judías. La cristología ha creado sin duda un muro de separación entre judíos y cristianos a lo largo de los siglos. Pero en los últimos años, se produjo un pequeño movimiento entre los académicos judíos que tiene el potencial de reducir un poco la impenetrabilidad de ese muro. Evidentemente, se abrieron nuevas puertas gracias al énfasis en el contexto judío del Espíritu que Lodahl expuso tan minuciosamente y los nuevos estudios de Jon Levenson y otros sobre la intimidad y la afectividad contenidas en la alianza de Dios con Israel.[18] Y a pesar de mi anterior rechazo al enfoque cristológico del “cumplimiento de las profecías mesiánicas”, creo que la tradición profética podría contribuir también a este proceso si en vez de centrarnos en el tema del cumplimiento en términos de los profetas, dirigimos nuestra atención a la íntima presencia de Dios dentro de ellos que les permitió hablar realmente en el nombre de Dios con cierta autoridad divina. Aunque la presencia del Espíritu no se menciona explícitamente con respecto al mensaje de los profetas, existe empero un aura en torno a su proclamación que los muestra “llenos de Espíritu”.

Pero entre algunos eruditos judíos está surgiendo un análisis más significativo que se basa en las conexiones anteriormente mencionadas y, de hecho, las profundiza. Me refiero a la aparición del “encarnacionismo” en ciertos textos académicos judíos recientes. Sin embargo, permítanme poner en perspectiva este nuevo análisis. Los estudiosos judíos en su conjunto no se apresuran a acoger la investigación del contexto judío de las enseñanzas de Jesús y la tradición teológica construida en torno a su persona. Sin duda, Daniel Boyarin, cuyos escritos siguen siendo controvertidos en círculos judíos, puso el tema sobre la mesa. Esto se ve particularmente en su libro The Jewish Gospels: The Story of the Jewish Christ,[19] en el que sostiene que lo que en el cristianismo llamamos “cristología” era de hecho una descripción de trabajo que ya existía en la comunidad judía de la época. Según Boyarin, no fue inventado para Jesús sino que se aplicaba a él.

Es posible que la audaz afirmación de Boyarin nunca se imponga en los círculos académicos judíos, pero otros académicos adoptaron posiciones un poco más moderadas en cuanto a la presencia del “encarnacionismo” en textos religiosos judíos. Los trabajos de estudiosos como Elliot Wolfson,[20] Benjamin Sommer[21] y los demás colaboradores del libroTeaching the Historical Jesuseditado por Zev Garber,[22] representan colectivamente un importante avance, dado el virtual tabú que existía en círclos judíos hasta hace pocos años.

El debate judío dio recientemente un nuevo paso importante con la publicación de un libro de Shaul Magid titulado Hasidism, Christianity and the Construction of Modern Judaism.[23] En este nuevo libro, Magid presenta al jasidismo como una perspectiva del judaísmo en la que la frontera divina/humana era permeable, y a veces incluso se cruzaba. Al volver a analizar la tradición jasídica, descubrimos, según Magid, un resurgimiento de la teología verdaderamente encarnacional que las corrientes principales del judaísmo básicamente rechazaban, en gran parte para diferenciar con claridad a la tradición judía del cristianismo. En los textos jasídicos, Dios y la humanidad han sido reintegrados.

Para Magid, las fuentes clave para su argumento sobre la naturaleza encarnacional del jasidismo son los escritos de rabinos notables como Najman de Breslev y Levi Yitzjok de Berdichev, por nombrar a solo dos de ellos. Su descripción del tzadik, líder espiritual de la tradición jasídica, como la persona que intercede entre Dios y la humanidad, reaviva de hecho la teología encarnacional dentro del judaísmo, aunque Magid toma la precaución de afirmar que el encarnacionismo jasídico difiere sustancialmente de los conceptos de cristología de la tradición cristiana. Esta es una posición que se podría seguir discutiendo con Magid, porque no estoy seguro de que esté totalmente familiarizado con las diversas opciones cristológicas que existen en la amplia tradición cristiana.

Magid intenta delinear la diferencia entre los puntos de vista jasídicos sobre el tzadik y las interpretaciones cristianas sobre Jesús como Cristo. La teología cristiana, tal como la considera Magid, ha sostenido que en Jesús la palabra se hizo carne. Pero en el judaísmo jasídico, algunas personas como el rabino Najman se conciben a sí mismas como “seres carnales” que fueron elegidos para decir la palabra de Dios. Esta clase de lenguaje sugiere, según Magid, cierta penetración de la frontera clásica entre lo divino y lo humano que podría calificarse como “encarnacionismo”. Esta interpretación no se encuentra en la literatura rabínica tradicional ni en las formas no jasídicas del misticismo judío.

Magid reconoce cierta influencia cabalística en este “encarnacionismo” jasídico. Pero en general, las formas no jasídicas del judaísmo han sido muy reacias a reconocer esa realidad, para no desdibujar la distinción entre la comunidad judía y el cristianismo, especialmente en regiones de Europa en las que los líderes judíos estaban luchando para preservar un claro sentido de la identidad judía frente a la dominación política y social cristiana. Al jasidismo, como un movimiento judío moderno que se ubicó lejos de la mirada del cristianismo, le resultó más fácil destacar y promover las semillas del encarnacionismo ya presentes en la Cábala.

Es importante señalar que algunos destacados académicos judíos también rechazaron la noción de encarnacionismo en el judaísmo. Una figura trascendente en el estudio de la literatura mística judía como Moshe Idel se pronunció enérgicamente contra el uso de ese término por parte de personas como Wolfson y Magid. Idel no niega totalmente la existencia de textos en la tradición jasídica que parecen permitir cierta penetración divina-humana. Pero sostiene con firmeza que no debería interpretarse que esos textos apoyan el “encarnacionismo”, para que la gente no pierda de vista la diferencia fundamental entre lo que presenta la literatura jasídica y lo que proclama el cristianismo.[24] Arthur Green, un prominente académico judío que trabaja sobre la misma literatura que Idel, ha analizado en cambio el libro de Magid sobre encarnacionismo de un modo un poco más positivo.[25]

Me he centrado en este nuevo desarrollo que presenta el campo de los estudios judíos no solo porque el diálogo cristiano-judío es el que mejor conozco, sino también porque nos presenta la clase de análisis que se deberá hacer en los demás diálogos interreligiosos en los que están involucradas las Iglesias en la actualidad. Seré claro: no estoy proponiendo un regreso a un enfoque anterior que trataba de encontrar a Jesús y en algunos casos incluso a María en la literatura de otras comunidades religiosas. Lo que pido es investigar en profundidad esa clase de literatura para discernir si existen en ella casos de encarnacionismo y del poder dinámico del Espíritu, que pueden estar presentes allí aunque se expresen a través de símbolos religiosos diferentes. Si un análisis en esta línea descubre realmente posibles vínculos, estos podrían servir como una fuerza vinculante para la cohesión interreligiosa. Estos símbolos no necesitan reproducir totalmente los símbolos cristianos, sino solo aproximarse a ellos. Los cristianos, por ejemplo, podrían conservar un sentido de la infiltración y la integración del Espíritu en la corporeidad de Jesús como algo absolutamente distintivo, incluso si se encuentran en efecto casos de encarnacionismo en otras tradiciones religiosas. Se podría considerar que este carácter distintivo valida la interpretación de Paul van Buren que mencionamos antes con respecto a la transparencia del vínculo divino-humano en y a través de Jesús el Cristo. Pero de hecho, la diferenciación y la similitud pueden argumentarse al mismo tiempo. La cristología clásica tendió a crear un muro duro como una roca entre el cristianismo y otras comunidades religiosas. La cristología del Espíritu enraizada en una perspectiva encarnacional abre la puerta a la afirmación de ciertos vínculos a pesar de la singularidad de la interpretación cristiana.

Lo que he presentado debe considerarse como tentativo y exploratorio, en parte porque profundizar la investigación sobre el diálogo interreligioso llevará bastante tiempo y esfuerzo. Lo que tenemos que ver en el corto plazo es si existen suficientes fundamentos para confiar en que la investigación propuesta producirá algunos resultados alentadores. Si lo hace, podremos seguir adelante hacia la implementación de un nuevo concepto de vínculo encarnacional. Para los cristianos, especialmente para aquellas denominaciones que tienen liturgias establecidas, la tarea será pesada. En el catolicismo y otras tradiciones semejantes, la celebración litúrgica presentará un obstáculo importante, pero no tan grande que no pueda ser superado si existe la voluntad de hacerlo. Las liturgias establecidas de la tradición cristiana suelen girar en torno a las otras dos formas de cristología, la profética y el derramamiento final de la sangre de Jesús para lavar los efectos del pecado humano. La expresión cristológica basada en lo encarnacional desempeña un papel secundario, si es que tiene algún papel, en la mayoría de las liturgias establecidas. Unos pocos liturgistas han empezado a mirar esta situación con lentes interreligiosos, pero su número es bastante pequeño.[26] Un giro hacia el encarnacionismo dentro del marco de la cristología del Espíritu requeriría una reorientación importante no solo en la teología sino también en la expresión litúrgica, en la cual, de hecho, la mayoría de los cristianos forman su perspectiva teológica.

Para mí, después de casi cincuenta años de trabajo en el diálogo cristiano-judío y otros diálogos interreligiosos, la posibilidad de esa reorientación sigue siendo una cuestión abierta. Es probable que se produzca por pequeños pasos a través de los años, y no en una sola reforma. Este proceso deberá llevar en forma gradual al encarnacionismo, con su base de espíritu cristológico, hacia el centro del pensamiento teológico cristiano y la celebración litúrgica, en lugar del dominio de las cristologías profética y “de sangre”. El cristianismo seguramente puede sobrevivir, el diálogo interreligioso puede sobrevivir, sin esta fundamental reorientación. Pero sigo profundamente convencido de que el cristianismo, la religión como tal, desperdiciaría su potencial para servir como fuerza aglutinante dentro de la humanidad y entre la humanidad y toda la creación: una unidad que nuestra civilización, cada vez más global, necesita si quiere responder con éxito a los monumentales desafíos que enfrenta en cuanto a la protección de la dignidad humana y la sustentabilidad de la creación. Como dijo el académico judío Hans Jonas en su libro sobre la responsabilidad humana en la era tecnológica, vivimos en la primera generación que debe enfrentar ese desafío.[27] La teología puede ayudarnos a responder a este desafío, pero solamente, estoy convencido, si puede reorientarse hacia la centralidad de la autocomprensión interreligiosa en el sentido que he esbozado en este texto. Mis palabras finales son, por lo tanto: pongamos manos a la obra.


  • [1] Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos, “ ‘Los dones y la llamada de Dios son irrevocables’ (Rom 11, 29): Una reflexión sobre cuestiones teológicas en torno a las relaciones entre católicos y judíos en el 50 aniversario de Nostra Aetate (no. 4).” www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/chrstuni/relations. Pope Francis, The Joy of the Gospel (Washington, DC: United States Conference of Catholic Bishops, 2013), 119-122.
  • [2] Cf. Walter Cardinal Kasper, “Foreword,” en Philip Cunningham y otros, eds., Christ Jesus and the Jewish People Today. New Explorations of Theological Interrelationships. (Grand Rapids, MI/Cambridge, UK: William B. Eerdmans, 2011), x-xviii.
  • [3] Cf. John T. Pawlikowski, OSM, “Christology and the Jewish-Christian Dialogue: A Personal Theological Journey,” Irish Theological Quarterly, 72 (2007), 147-167; Christ in the Light of Christian-Jewish Dialogue. (Eugene, OR: Wipf and Stock, 2001); “The Christ Event and the Jewish People,” en Tatha Wiley, ed., Thinking of Christ: Proclamation and Meaning (London: Continuum, 2003), 103-131; Restating the Catholic Church’s Relationship with the Jewish People: The Challenge of Super-Sessionary Theology (Lewiston/Queenston/Lampeter: Edwin Mellen, 2013).
  • [4] Michael E Lodahl, Shekhinah/Spirit: Divine Presence in Jewish and Christian Religion (New York/Mahwah: Paulist Press, 1992).
  • [5] Cf. Myk Habets, The Anointed Son: A Trinitarian Spirit Christology. (Surrey, UK: Pickwick, 2010), y D. Lyle Dabney, “Why Should the First be Last: The Priority of Pneumatology in Recent Theological Discussion, en Bradford E. Hinze y D. Lyle Dabney, eds., Advents of the Spirit: An Introduction to the Current Study of Pneumatology. (Milwaukee: Marquette University Press, 2005), 240-261.
  • [6] Para profundizar el análisis de la perspectiva de Roger Haight sobre la cristología del Espíritu y otras formas más recientes de esa cristología, cf. Roger Haight, “The Case for Spirit Christology,” Theological Studies 53 (1992), 257; Ralph Del Colle, “Spirit-Christology: Dogmatic Foundations for Pentecostal-Charismatic Spirituality” Journal of Pentecostal Theology 3 (1993), 95-96, y Ralph Del Colle, “Spirit Christology: Dogmatic Issues” en Michael Rene Barnes, ed., A Man of the Church: Honoring the Theology, Life and Witness of Ralph Del Colle. (Eugene, OR: Pickwick, 2013), 3-19. Para una perspectiva más clásica de la cristología del Espíritu en un contexto interreligioso, cf. Philip A Cunningham y Didier Pollefeyt, “The Triune One, the Incarnate Logos, and Israel’s Covenantal Life,” en Phillip A. Cunningham y otros, eds., Christ Jesus and the Jewish People Today,183-201).
  • [7] Greg Liston, “A ‘Chalcedonian’ Spirit Christology,” Irish Theological Quarterly, 81:1 (Febrero 2016), 74-93.
  • [8] Michael E. Lodahl, Shekhinah/Spirit, 3.
  • [9] Cf. Paul van Buren, Discerning the Way (New York: Seabury, 1980); A Christian Theology of the Jewish People, (New York: Seabury, 1983); y A Theology of the Jewish-Christian Reality: Christ in Context (San Francisco: Harper&Row, 1988).
  • [10] Cf. Nota 3.
  • [11] Cf. Nota 1.
  • [12] Franz Mussner, Tractate on the Jews: The Significance of Judaism For Christian Faith. Trad. Leonard Swidler. (Filadelfia: Fortress Press, 1984); y “From Jesus the ‘Prophet’ to Jesus the ‘Son’” en Abdold Javad Falaturi, Jacob J. Petuchowski y Walter Stolz, eds., Three Ways to One God: The Faith Experience in Judaism, Christianity and Islam. (New York: Crossroad, 1987), 76-85.
  • [13] Kevin J. Madigan y Jon Levenson, Resurrection: The Power of God For Christians and Jews (New Haven, CT/London: Yale University Press, 2008); y Jon Levenson, The Death and Resurrection of the Beloved Son: The Transformation of Child Sacrifice in Judaism and Christianity. (New Haven, CT/London: Yale University Press, 1995).
  • [14] Liam M. Tracey, “Liturgical Reform and Renewal in the Roman Catholic Church and its impact on Christian-Jewish Relations,” en Gilbert S. Rosenthal, ed., A Jubilee for All Time: The Copernicum Revolution in Jewish-Christian Relations (Eugene, OR: Pickwick, 2014), 165-181. Cf. Richard McCarron con Eileen Crowley y John Pawlikowski, OSM, “Worshiping in a Religiously Pluralistic Age,” en Worship 89:5 (Septiembre 2015), 386-393.
  • [15]Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana, (Ciudad del Vaticano: Librería Editora Vaticana, 2002). Para un análisis del documento, véase el número especial de The Bible Today Mayo/Junio 2003.
  • [16] Cf. Orobator Agbonkhianmeghe, S.J., Theology Brewed in an African Pot, (Maryknoll, NY: Orbris, 2008). Agbonkhianmeghe trabaja en un estudio sobre animismo que podría llegar a tener implicancias para el abordaje de la autocomprensión interreligiosa, que no estoy proponiendo en este trabajo.
  • [17] Wesley Ariarajah, “Towards a Fourth Phase in Jewish-Christian Relations: An Asian Perspective”, paper presentado en una Conferencia sobre diálogo cristiano-judío, en el Templo Emmanuel, Nueva York, copatrocinada por el Centro de Entendimiento Interreligioso y la Oficina de Asuntos Interreligiosos del Consejo Mundial de Iglesias (noviembre de 2003).
  • [18] Jon D. Levenson, The Love of God: Divine Gift, Human Gratitude, and Mutual Faithfulness in Judaism (Princeton & Oxford: Princeton University Press, 2016).
  • [19] Daniel Boyarin, The Jewish Gospels: The Story of the Jewish Christ. (New York: The New Press, 2012).
  • [20] Elliot Wolfson, “Gazing Beneath the Veil: Apocalyptic Envisioning the End,” en John Pawlikowski y Hayim G. Perelmuter, eds., Reinterpreting Revelation and Tradition: Jews and Christians in Conversation. (Franklin, WI: Sheed & Ward, 1997), 77-103.
  • [21] Benjamin D. Sommer, The Bodies of God and the World of Ancient Israel (Cambridge, UK/New York: Cambridge University Press, 2009).
  • [22] Zev Garber, ed., Teaching the Historical Jesus: Issues and Exegesis (New York/London: Routledge, 2015).
  • [23] Shaul Magid, Hasidism Incarnate: Hasidism, Christianity and the Construction of Modern Judaism. (Palo Alto, CA: Stanford University Press, 2015).
  • [24] Moshe Idel, Ben: Sonship and Jewish Mysticism (New York: Continuum, 2002)/
  • [25] Para ver la reseña de Green sobre el libro de Magid, cf. Studies in Christian-Jewish Relations, 10:1 (Enero 27, 2016), http://ejournals.bec.edu/ojs/index.php/scir/article/view/9173
  • [26] Cf. Nota 14.
  • [27] Hans Jonas, The Imperative of Moral Responsibility (Chicago: University of Chicago Press, 1984).

Editorial remarks

Trabajo presentado por John T. Pawlikowski, OSM, en el Coloquio Internacional “The Spirit, Hermeneutics and Dialogues” (Universidad Católica Leuven, 25-27 de mayo de 2016). Traducción del inglés: Silvia Kot.